El avión salió en hora. De hecho esperó unos minutos, con todo listo, para partir.

Unos treinta minutos habrían pasado, cuando encendieron las luces. Me extrañó lo que escuché en los altavoces: Se ha perdido un anillo. Rogamos a todos los pasajeros revisar en sus asientos.

Fue entonces que la vi. La luz caía sobre su rostro, como el sol del amanecer en la playa. Por un momento nuestras miradas se cruzaron. Sus labios me hablaban. Sus ojos rasgados, también. Mezcla de hada, diosa y hechicera. Aproveché para salir al pasillo, ir hasta el fondo y volver por el otro lado, donde estaba ella. En ese momento avisaron que habían encontrado el anillo. Me senté a su lado. Mi nombre es Paul, encantado. Hola, soy Diana.

En su mano derecha tenía un anillo tatuado en su dedo anular. No pude resistir la tentación:

  • Ese era el anillo perdido?

Ella se rió, mientras se quitaba el pelo del rostro con la mano izquierda.

  • Este anillo es el motivo de mi viaje, me dijo.

En ese momento hubiera presionado el botón de pausa. El momento era perfecto. Habían apagado las luces, pero su rostro era como un faro, y sus ojos dos salvavidas, a los que quería subirme.

  • Tomé una tarjeta de mi bolsillo y la puse en su mano. Me encantaría conocer la historia de tu anillo –escapó de mi boca, como un niño parado frente a sus helados favoritos.
  • Olvídalo, me dijo ella. Hay historias que son para ser vividas, no para contarse, y esta es una de ellas.

En eso escucho a mi izquierda chicken or pasta?

  • No gracias, la prefiero a ella.

Ella pidió pasta, y pollo para mí.

Después de cenar volví a mi asiento, aunque a esa altura ya me sentía parte de ella, como su anillo.

Un par de horas después me quedé dormido, y en sueños caminaba por su cuerpo hasta su mano, y entraba en un laberinto, que era su anillo. Y allí me perdía.

Al bajar del avión, ella salió primera. Con lentes negros y un pañuelo hermoso sobre su cabeza.

Seis horas después, yo, Paul Backard, seguía sin dejar el aeropuerto. Ella desapareció como el humo del cigarrillo al abrir la ventana del auto. Fui al mostrador de la compañía aérea a tratar de conseguir sus datos, pero no tuve suerte. Luego llamé a un amigo que trabaja en migraciones para pedirle ayuda. Horas después me contestó que ninguna Diana viajaba en el avión.

Ya de noche llegué a mi casa. Estaba helada de estar cerrada por dos semanas. Encendí el fuego en la estufa, y mientras se entibiaba me pegué un baño. Ya junto al fuego, me serví un whisky y encendí la tele. Mi teléfono había quedado sobre la mesa y vi una luz que indicaba que tenía mensajes. Apagué la televisión, que repetía una y otra vez la misma historia de todos los días y tomé el teléfono. Un nuevo mensaje.

“Gracias por la compañía. Diana”.

Esas cinco palabras me volvieron loco. Presioné el botón para llamarla pero apareció un mensaje: número oculto.

Me pasé la noche recordando cada momento, y tratando de entender aquella frase “este anillo es el motivo de mi viaje”. Resolverla seguramente me acercaría a ella. Me quedé dormido en el sofá, junto a la botella ya casi vacía.

Me levanté cerca del mediodía. Todos los sábados me juntaba a almorzar con amigos en el club. Pero este decidí hacer algo diferente. Paré en un quiosco a comprar el diario y me fui a almorzar solo, al Hotel Real. Tal vez el destino obstinado la pondría de nuevo en mi camino.

Ese fin de semana había varias actividades en la ciudad. Una reunión de ministros de economía de la región, las semifinales del campeonato de básquetbol y un par de conciertos de rock & roll. No podía imaginarme a Diana viajando por ninguna de esas razones.  Hasta que la página dos del suplemento de cultura me susurró un título realmente sugerente: Workshop internacional sobre el arte y el tatuaje. Solo que era en Playa Hermosa, a poco más de dos horas.

Empujado por la intuición, la adrenalina y la testosterona, terminé de almorzar lo más rápido posible y me fui a casa a juntar algunas cosas para el fin de semana y salir de inmediato hacia la playa.

De camino llamé al Hotel del Pedregal, donde sería el evento, a reservar una habitación. El hotel estaba completo. Me recomendaron alojarme en el Hotel Casino que es de la misma empresa y queda a dos cuadras de éste.

Cuando estaba bajando del auto, un diluvio me empapó en no más de cinco segundos. Entré al Hotel, ensopado. Me registré y pedí que me alcanzaran mi bolso, que había quedado en el auto, a mi habitación.

Me pegué un baño interminable. En medio del humo del agua caliente y el golpe del chorro en mi cabeza, me preguntaba por qué usaría un nombre que no era el de ella.

Bajé al lobby a las seis y treinta. Todavía llovía, pero ahora mucho más suave. Pedí mi coche y me fui al Hotel del Pedregal. Estaba lleno de gente. Me crucé con un abogado de la empresa, que me preguntó qué hacía allí. Le dije que descansando del viaje. Nos reímos y nos despedimos. Aparentemente todo ese movimiento era por el evento del tatuaje. En el fondo había dos o tres cámaras de los canales de televisión entrevistando a alguien, con esos focos que usan para iluminar. Me fui metiendo entre la gente, para poder avanzar. Ahí estaba ella. Hermosa, bajo los focos. Sonriendo a todo el mundo. Diana! Le grité. Pero nada. Se apagaron las luces y se abrió la enorme puerta del ballroom del hotel. Ella entró como la reina, seguida de su séquito. Yo no pude pasar la puerta, pues no tenía la identificación para participar de la conferencia. La reunión ese día terminaba a las diez, y allí me quedé esperando, viendo los carteles, leyendo folletos.

Cuando se abrieron las puertas, la gente salió como el agua en una represa. Tuve que ponerme contra la pared para que no me arrastraran. Diana no estaba allí. Traté de ir hacia la sala pero cerraron las puertas.

Luego de merodear un rato por el restaurant y confirmar que no tenía sentido seguir allí, pedí mi auto y me fui a mi hotel. Me costó mucho dormir esa noche. No entendía lo que estaba haciendo, siguiendo a una mujer que no conocía.

El domingo el día había mejorado, y aunque estaba fresco, el cielo azul invitaba a salir a caminar. Fui hasta el puerto. Siempre me había gustado ir ahí cuando niño, con mis amigos. Volví al mediodía, decidido a volver a casa y a soltar esta locura en la que me había embarcado. Pedí la cuenta, pagué y me fui. Cuando subí al auto, sonó el teléfono. Otra vez me puse en alerta. Era mi hermana, a ver cómo me había ido en el viaje.  Prometí ir a verla el martes de noche. Pasé despacio por la puerta del otro hotel, como esperando un último milagro. Pero lo que recibí fue un bocinazo de otro conductor impaciente, al que poco le importaba mi cuento de hadas.

Esa bocina fue el despertador. Me disculpé y emprendí la vuelta.

El lunes en la oficina, repasando la prensa en internet, vi un comentario pequeño sobre el evento. Sin fotos, en letra negrita tenía un subtítulo que estremeció mi corazón: Diana vino a contarle al país sobre su arte de tatuar laberintos como anillos y deslumbró a un público que quedó cautivado.

Respiré hondo. Volví a leer su mensaje. Gracias por la compañía. Me sentí agradecido. Miré por la ventana. Vi un avión en el cielo y de alguna forma supe que allí iba ella. Cuando ya no pude verlo miré la hora. Eran las nueve. Apagué el teléfono y fui a la sala de reuniones. Había que trabajar. El viaje había terminado.