Aquel fue uno de esos días fríos de invierno, que en contacto con las baldosas y los azulejos del baño del fondo, se convierte en dolor para mis huesos. Principalmente en la cadera.

Me bajé el pantalón y me senté en el water. Me incliné para alcanzar el diario que había dejado sobre un banquito junto a los lentes, cuando se apagó la luz.

No se veía nada.

Me asusté, porque eran las cuatro de la tarde. No tenía sentido tanta oscuridad. A tientas manoteé pero no di con nada. Estaba solo en casa, por lo que no tenía sentido gritar ni llamar a nadie. Quise parame y me hundí en el piso. O mejor dicho, no había piso, se había esfumado. Mis piernas colgaban del water, al que a esa altura estaba aferrado con ambas manos. Ahora sí, intenté gritar, y no pude.

De a poquito fue aclarando. Tampoco estaba la pared. Mucho menos el rollo de papel higiénico. Aparecieron unos puntitos en el techo. No había techo. Eran estrellas. Yo estaba temblando. No podía entender lo que estaba pasando. Cerraba y abría los ojos, como si quisiera despertarme de un sueño. Ya no sentía ni el frío.

Solté una de las manos y vi que estaba bien apoyado, que no me iba a caer. Ahí estaba yo, flotando en el medio de la nada, sentado en mi water. Rodeado de estrellas. Mi desesperación se fue desvaneciendo, como antes lo había hecho toda la habitación. Estaba en silencio. Solo.

Empecé a sentirme en calma. Miré hacia abajo y también había estrellas. Sentí paz. Una que jamás había vivido. Levanté ambos brazos. Aplaudí, pero no salía sonido. Me empecé a reír. Entonces volvió todo. El piso, el banquito con el diario, la pared fría con su rollo de papel colgando.

Nunca me animé a contarle esto a nadie. Finalmente decidí escribirlo. Aquella paz que se metió en mí aquel catorce de julio todavía está conmigo. Y el baño sigue igual de frío.

(Dedicado a mi amigo, Gerardo Estramil)